Leyenda de la Flor del Mburucuyá
Passiflora caeruela Por Ernesto Morales
Mburucuyá era una doncella española, blanca y linda, llegada a tierras guaraníes con su padre, un capitán.
No era Mburucuyá su nombre cristiano, sino el que dábale quien bien la amaba furtivamente: un cacique guaraní.
No era raro hallar falta de lógica en esta clase de amores, y son muchos los romances, poemas y tradiciones, ya anónimos, ya de celebrados poetas, y cuyo espíritu fórmalo uno de estos amores, desventurados siempre...
Mburucuyá y su amante veíanse a escondidas del capitán español que, como buen creyente y buen soldado, no hubiése jamás permitido que su hija desposase con un hereje y un enemigo.
Más llegó un instante fatal para los desventurados amantes. El padre de ella ya había escogido quién de entre los suyos deseaba que fuese su marido: un bizarro capitán que la amaba y la requería con tesón, aunque de ella solo hubiese obtenido desdenes.
Mburucuyá se negó a aceptarlo, y no valieron razones. Frente a todas, ella oponía la indemostrable razón de no amarlo, más aquello desesperaba al viejo capitán, de suyo despótico y autoritario por principio.
Y Mburucuyá fué aún más desdichada que antes, pues si solo una presunción de negativa la había obligado a ocultar sus amores, ahora segura estaba de que el saberlos irritarla a su padre.
Y los desdichados amadores veíanse cada vez más de tarde en tarde, a escondidas y cuando la noche arrojaba sombras en torno a la fortaleza española.
Ella no podía salir noche tras noche, pues no lograba burlar la vigilancia paterna, pero él, siempre estaba fuera atisbando las sombras, claras para sus ojos de aborigen, y sólo al apuntar el rojo disco del sol, íbase sin verla, más confiando antes a la brisa algunos melancólicos sonidos de su rústica flauta de caña.
Pero una noche dejaron de oírse los melancólicos sonidos... Ella lo buscó a la noche siguiente, más en vano. Pensó, entonces, que estuviera herido, que hubiese luchado con alguna fiera del bosque, jamás que la pudiese olvidar. Pero el indio amante no apareció más y Mburucuyá no volvió a escuchar los sonidos melancólicos de su flauta rústica.
Y desesperábala la angustia de lo desconocido, tornóse pálida y ojerosa, triste su mirar, muda su expresión dolorosa que a nadie podía hacer partícipe de su pena de amor, más bárbara por esto quizás, que ya se sabe lo dados a la confidencia que son quienes por amor gozan y padecen.
Y al fin una tarde, ya al morir el sol, en que ella, como si aún aguardase, estaba mirando a lo infinito, sola y muda, de entre los matorrales cercanos se irguió la figura rara de una india vieja.
Y habló a Mburucuyá.
Aquella india era la madre del que bien la amaba, y venía a narrarle su triste destino: Había sido asesinado por el padre de ella. Seguramente el capitán, sorprendiendo sus amores, creyera que la muerte fuese lo único capaz de separarlos.
Pero mal pensó su corazón duro, porque Mburucuyá fuése tras la india, donde los restos mortales del asesinado reposaban: una tumba aérea, según era costumbre guaraní, perdida en un abra del bosque y tan solitaria que sólo el fúnebre pájaro urutaú rondaba en torno y dábale el áspero concierto de sus chirridos.
Loca de dolor, cavó en ella una ancha fosa, depositó allí el cuerpo del que por su amor muriera, y sobre él hendióse el corazón, sangrante ya antes de ser herido, con una flecha que en días mejores su amante le había regalado. Y el primor de la industria indígena, la pequeña flecha de plumas, quedó sobre el corazón de la muerta como una flor exótica de él brotada.
La vieja india, según antes se lo indicara Mburucuyá, encargóse de dar tierra a los cuerpos, y ella, asombrada, fue la primera en ver, tiempo despuś, cómo de aquella sepultura brotaba una planta hasta entonces no vista, de hojas verdes, flores encarnadas y azules, frutos anaranjados y de rojo corazón, y cómo esa planta subíase por los viejos árboles de la selva y los engalanaba, y hasta ya podrecidos, aferrábase a sus troncos y ramas brindándoles amorosamente el milagro de su juvenil hermosura.
Aquella planta era el mburucuyá, y sostienen los actuales comarcanos de la selva y el río, qué si en ella se ven los atributos de la pasión de aquel que murió por el amor de ellos, es porque Jesús aprobó el sacrificio de la doncella, que el amor todo lo ennoblece y purifica.
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